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Crónica de un viaje a Cuba: Distribuyendo la riqueza

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Crónica de un viaje a Cuba: Distribuyendo la riqueza

Una de las medidas más trascendentales que se dieron en los primeros años del Estado revolucionario cubano fue la nacionalización de todos los negocios privados.

Una de las medidas más trascendentales que se dieron en los primeros años del Estado revolucionario cubano fue la nacionalización de todos los negocios privados, desde la banca y la industria hasta el productor artesanal de colgadores de ropa. Mario el lustrabotas se sintió agradecido, recibiría todos los meses un salario justo, gracias a que la riqueza se distribuía entre todos.

Diego a punto de graduarse de médico, grito de alegría cuando supo que no le debía pagar más la renta mensual a la señora Dora, el mini apartamento que le alquilaba pasó a manos del Estado.  Era una medida necesaria, aquellos que más poseían debían compartirlo con los que menos tenían, para acabar con la desigualdad.

Pasaron los meses y un día de noviembre cuando llegaba un frente frío a la Isla, Mario el lustrabotas dirigió sus pasos a la cafetería de Andrés, también nacionalizada, para tomar el primer café de la mañana. Se sorprendió cuando vio al gallego con sus brazos sobre el mostrador y la cafetera vacía.

No hay café – dijo Andrés -, el camión que debía traerlo no funciona y no hay otro.

Mario prosiguió su camino y se dio cuenta de que era la primera vez que Andrés no tenía café. Será otro día se respondió a sí mismo y siguió hacia su empresa estatal de limpieza de calzados.

Allí como de costumbre era el primero en llegar, abría las puertas, se sentaba sobre su sillón de lustrabotas y cuando algún transeúnte ingresaba le decía, no tenemos betún (pasta para limpiar el calzado) tal vez la próxima semana la Empresa central pueda enviarla.

Así pasaba el tiempo, Mario leía el periódico, alguna vieja revista y se sentía feliz, su salario llegaba siempre puntual y justo.

Meses después la Empresa de limpieza de calzados tuvo que cerrar, los insumos nunca llegaron y Mario, con su salario siempre a tiempo pasó a otro trabajo. Esta vez era administrador de una tienda de venta de calzados.

Qué mayor orgullo para un lustrabotas que administrar los recursos del Estado, en la tienda que una vez fue de un señor extranjero. Durante años administró la tienda y como en su anterior empresa, había días que se sentaba a leer el periódico, mientras que los zapatos llegaban cada vez en menor cantidad, hasta que vino el cierre y fue trasladado a otro trabajo.

Su nuevo puesto era diferente, ahora administraba un local nocturno, donde todas las noches cantantes de escasa voz y bailarinas sin ritmo deleitaban a los que escapaban del calor de sus casas o a los que aprovechaban la baja iluminación del local para encontrarse con amores clandestinos.

Mario aprendió que el alcohol podía mezclarse con agua, que la botella de ron duplicaba su valor con solo cambiarla de envase y que a la hora de cobrar podía deslizar varios números de más. Al fin era solo el administrador, el dueño era el Estado. Con los meses y gracias a la riqueza extra, Mario logró reparar el techo de su casa, comprar ropa para sus hijos en el mercado en divisas y hasta soñó con comprar un viejo carro norteamericano.

Pero fue su esposa la que lo detuvo y le dijo que era mejor invertir ese dinero en otra cosa más productiva. Mario tomó la decisión de redoblar sus ganancias, pero para ello debía repartir las riquezas obtenidas.

Al portero le dejaba una parte, a los mozos que atendían las mesas le permitía quedarse con la propina y a los inspectores que cada mes pasaban por el establecimiento estatal, siempre les tenía un pequeño regalo.

Con la riqueza de los otros, Mario decidió salir de su Isla, al fin volaría en un avión a otro país. Llevaba en sus bolsillos una buena suma de dinero, más de mil veces su salario estatal. Llegó a un país sudamericano y lo primero que hizo fue alquilar una casa de dos plantas y cuatro dormitorios, comprar un carro norteamericano con aire acondicionado y llamar todas las semanas a su esposa e hijos.

Después del primer mes disfrutando de sus riquezas, decidió que era hora de buscar un trabajo. Con sus habilidades, pensó que en un bar podía empezar.

Gracias a un curso gratuito que recibió del Estado cubano aprendió a preparar los más sofisticados tragos. Sin grandes dificultades encontró su primer trabajo como barman. El salario aunque más alto que lo que recibía del Estado en su Isla, no le alcanzaba para mucho en el nuevo país. Pero eso no le preocupó, sabía ganarse la vida engañando a los demás.

Al cabo de su primera semana le dolían las manos de apretar limones, de destapar botellas y latas de cerveza, de verter hielo y de lavar vasos y ceniceros. No había podido agregar más agua a un trago, tampoco adulterar las botellas como antes hacía y mucho menos apropiarse de un centavo de la caja registradora. El dueño, que era de carne y hueso siempre estaba al tanto de la atención y por supuesto del trabajo de su nuevo barman.

Mario decidió que era hora de actuar y una noche cambió el contenido de una botella de ron y la verdadera se la llevó a su casa. La vendería para empezar de nuevo su ciclo de riqueza.

Fue un día de calor abrasador cuando en un fregadero de autos encontré a Mario. Lo escuché hablar y lo identifiqué por su acento, que no había perdido. Era un hombre de 65 años, fornido, casi calvo, sus manos no lograban sostener el paño con el que secaba los autos.

Me contó rápidamente su historia, ahora vivía en el fregadero, en un cuarto de paredes de madera, no pudo regresar a su Isla, pero tampoco tenía el dinero necesario para viajar. Su esposa e hijos seguían en la Isla, pero pocas veces hablaba con ellos.

No se sentía feliz, tampoco tenía el salario permanente, pero conservaba un tesoro, la botella de ron que nunca vendió.

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