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Crónica del pupitre intangible

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Crónica del pupitre intangible

“…mamá, ahora el número de sillas está reducido, no tenemos capacidad, pero si ustedes pueden traer un pupitre podemos aceptarla”

pupitre intangible

Dos cursos más tarde, el pupitre dejó de ver a su dueña. (Captura de pantalla © Inventos bodden – YouTube)

Le fue difícil solapar su estancia frente al grupo de 31 estudiantes; el hecho de ser la niña nueva del aula le otorgó inevitablemente los cinco minutos de fama. Aún con “ropa de calle”, la visita era solo para ver su futuro centro escolar en tanto la madre terminaba el papeleo del traslado.

Prendida al brazo de esta, observaba todo cuanto sucedía en aquellas cuatro paredes, y con disimulo centraba la vista en algún que otro rostro que llamara su atención.

Mientras, Lachy le daba los últimos toques al pupitre en un garaje convertido en carpintería alternativa. No podía pasar del lunes que Ricardo (el padrastro) llevara hasta el aula de 3ro B aquel mueble que únicamente le garantizaba la entrada a la nueva escuela.

Por eso Lachy tuvo que priorizar ese pedido, porque la educación de la niña dependía de un pupitre, y fue entendido así después de las palabras de la directora: “…mamá, ahora el número de sillas está reducido, no tenemos capacidad, pero si ustedes pueden traer un pupitre podemos aceptarla”.

Tal y como suele suceder cada mañana de lunes a viernes, el timbre suena, merma el sonido bullicioso que emana de cientos de cuerdas vocales, llega la calma acompañada de una impecable formación en fila, luego un canto y una mano inmóvil hacia la frente, termina el ritual con una frase que alude al comunismo y al Che.

Habla un maestro, los pioneros escuchan, aunque muchas veces no entiendan del todo, o simplemente la cabeza de algunos está por otro lugar. En las aulas el silencio todavía sobrevive, aun si llega el eco del patio, y en una de ellas está el famoso pupitre, el mueble nuevo, distinto, quizás con cierto aire de importancia porque su origen fue exclusivo, no salió de una fábrica donde se reproduce en serie.

En pocos minutos recibe a su dueña, la niña callada, aparentemente tímida, que vino del campo y trae buenas notas, así como unas motonetas adornadas con unos lazos exuberantes. El pupitre se relaja, y sede su parte trasera a la mochila y la javita de la merienda.

Finalmente, la niña es presentada, él no, ya el resto del mobiliario lo conoce, ha sido imposible pasar desapercibido, sobre todo si le falta el código de letras y números que llevan tatuado el resto de sus compañeros, muchos ya en edad de retiro, pero presentes porque el relevo demora.

Dos cursos más tarde, el pupitre dejó de ver a su dueña. En la primera ausencia creyó que esta se había quedado enferma en casa, o tuvo un turno en el oculista. A la semana alguien vino con un rotulador y le marcó un código con similar tipografía a los del resto del grupo mobiliario.

Y así permaneció hasta que le sentaron a otro niño nuevo. El pupitre quedó lleno de dudas, extrañado por ya no acoger el reposo de la pionera de motonetas que le dio origen, y sin reparar quizás que ya pertenecía oficialmente a la propiedad social.

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