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El hombre lobo vive en España y da pláticas a niños y jóvenes

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El hombre lobo vive en España y da pláticas a niños y jóvenes

Marcos Rodríguez Pantoja vivió 12 años con una manada de lobos en la Sierra Morena, entre Andalucía y Castilla-La Mancha

El hombre lobo existe. No es una leyenda. Vive en un pequeño pueblo de Orense, llamado Rante, en España, tiene 72 años y hoy dedica buena parte de su tiempo a dar pláticas en escuelas a niños y jóvenes sobre el cuidado del medio ambiente, y les enseña todas las lecciones que recibió durante 12 años de su “mamá”: una loba que lo adoptó, lo crío al mismo tiempo que a sus “hermanos” y le enseñó los secretos de la caza.

El hombre lobo se llama Marcos Rodríguez Pantoja y su historia, por más increíble que parezca, es real. La ha contado infinidad de veces en radio y televisión en España y fuera del país. Se ha hecho un documental «Marcos, el lobo solitario», una película «Entre Lobos» y una novela que dan cuenta de lo que Marcos vivió en la cordillera de la Sierra Morena que recorre Andalucía y Castilla-La Mancha.

Hoy, bien vestido siempre, rasurado, alegre y desparpajado, el hombre lobo cuenta su vida en la selva, entre jabalíes “que son malas personas”, lobos “mis hermanos” y otros “bichos” (venados, culebras, conejos y ardillas) y afirma que, aunque no se arrepiente de haber sido rescatado, sus años en la Sierra Morena fueron de lo mejor que le ha pasado. Su caso ha sido objeto de estudios de especialistas, como el antropólogo Gabriel Janer Manila, quien hizo su tesis sobre Marcos y sostiene que, aunque no le cree todo, la consistencia de su relato le da visos de realidad.

Marcos tenía 7 años cuando murió su madre. Su padre, un carbonero, se casó de nuevo, pero la madrastra lo maltrataba y lo hacía dormir entre los cerdos que cuidaba y alimentarse de las bellotas que comían los puercos. Un día de 1953, el padre lo vendió a un hacendado, quien lo subió a su caballo, lo llevó a una cueva donde vivía un anciano pastor que se encargaba del cuidado de sus 300 cabras y se lo entregó. El viejo enseñó a Marcos a cazar liebres y cocinarlas, hacer fuego, fabricarse zapatos con la corteza del árbol de corcho y andar por la selva. El pastor un día le dijo que iría a cazar conejos y ya no regresó.

Solo y abandonado, Marcos debió buscar cómo sobrevivir y lo hizo gracias a las enseñanzas de aquel pastor, pero pasó hambre y frío. En una ocasión, se metió a una lobera a jugar con las crías y se durmió. Cuando despertó la loba estaba criando a sus lobeznos con carne de un venado. Marcos trató de tomar un pedazo para comer, pero un zarpazo lo contuvo. Sin embargo, tras unos momentos, aquella le acercó un pedazo de la carne. No lo tomó por temor, pero la loba se lo fue acercando con el hocico. El entonces comió y así comenzó una relación de amor con los lobos.

Al poco rato llegó el que él llama “mi papá” y en la entrada de la cueva “discutió con mi mamá si me comían o me adoptaban”. Se decidieron por lo segundo. Durante 12 años, los lobos fueron su familia. Marcos sabía balar, bramar, berrear, graznar, ulular, gruñir, bufar, pero había olvidado las palabras. Lo último que hizo cuando lo capturaron fue aullar. Los lobos, a quienes tenía por amigos, aullaron en respuesta.

Cuando era ya un joven de 19 años que andaba encorvado y corría como animal por la selva, un cazador lo divisó con catalejos y dio parte a la Guardia Civil que salió a cazarlo. Al encontrarlo, amarrado para evitar que atacar a los agentes, fue llevado al poblado de Fuencaliente. En la peluquería del pueblo, a donde lo llevaron para cortarle la melena que le llegaba hasta las caderas, atacó al barbero cuando vio que preparaba su navaja porque pensó que lo mataría.

Así empezó su relación con las que llama “personas humanas” –para diferenciarlas de las “personas” que fueron sus compañeras durante sus 12 años en la selva-, donde ha encontrado lo mismo amigos que le dieron casa, comida y posibilidad de reintegrarse a la comunidad humana u otros con los que comparte la vida en el bar del pueblo de Rante, en Galicia, hasta gente que no ha sido buena con él, pero ya impuesto a la vida en civilización cree que no volvería a la selva.

Vive en una pequeña casa que los vecinos de Rante le dieron y donde ha hecho un jardín lleno de flores y plantas, con la media pensión que obtuvo por su trabajo unos años en la industria de la construcción. Viste elegante, de sombrero tirolés, chaquetón y bufanda y ya duerme en cama, aunque le costó trabajo aprender. Ha sufrido tres operaciones: de apendicitis, de rodilla y de próstata, pero no se le olvidan los lenguajes de la selva y los aullidos de sus hermanos, que son distintos para cada ocasión: en una situación de riesgo o cuando hay caza cerca.

Lo que más extraña son las caricias de “mi mamá”, la que le dio amor en la lobera.

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